Buenas amigos!
¿Por dónde lo dejamos? Galicia, playa de las Catedrales, provincia de Lugo, Mondoñedo y Abadín.
Sí, Abadín, sigamos desde ahí.
Despertamos bastante temprano, mucho más de lo habitual, antes de que el sol se despegara de sus sábanas para iluminar un día mas. Guantes, gorro, dobles calcetines, ropa de faena y chubasquero, tan solo nos faltaba el trineo y el plumífero.
Por delante unas calles desiertas con escasa iluminación y un silencio roto por el chasquido de nuestras doloridas bicicletas. Ataviados con focos y reflectantes nos metimos en aquellos fríos y oscuros bosques. Una niebla espesa, que helaba hasta los huesos, hizo que nuestros focos perdiesen su eficacia con tanto reflejo y que su haz de luz se disolviera entre aquellas partículas en suspensión.
Sonidos de la noche, el crujir de las ramas que se quebraban a nuestro paso por aquel camino de árboles cubiertos de musgo, rumor de algún ave nocturna y algún que otro ladrido en la lejanía.
Nuestro pedalear suave se iba incrementando sin miedo pero con un profundo respeto a la hostil y oscura naturaleza, a paso lento pero sin pausas. Un entorno propio de las películas de terror que se irá apaciguando a medida que el gran astro iba apareciendo entre las ramas de aquel bosque encantado.
Un puente sobre un pequeño río nos intentaría una y otra vez prohibir el paso al otro lado. Un puente de madera barnizada, lijada y de tres sectores planos, sin escalones y completamente humedecida por la niebla aún reinante. Todo ese conjunto daba a aquella infraestructura el premio a la pista de patinaje artístico del año, un puente que recordaba al verdín de las rampas de varada náutica, el suelo mojado de un salón cualquiera, el barro incrustado en la fina arena de una playa. Sin dudarlo, todo un máster en arquitectura para aquel que diseñara tal obra, bonita sí, pero para nada útil e incluso peligrosa, estando mojada.
«Algo» nos dijo que deberíamos de bajar de las bicis para subirla y, menos mal que lo hicimos, fue poner la primera rueda y resbalar la bicicleta antes que nosotros. Entre sustos e intentos, sujetándonos como podíamos a los barrotes de la barandilla, pudimos finalmente superarla con un bronce y una plata ganados con el patinaje artístico, ya que el oro se lo ganó mi compañera rodante patinando puente abajo sin control. Mientras nosotros, como ya he dicho, nos agarramos como pudimos a las barandillas de aquel puente infernal. Al final una anécdota con la que nos echamos unas risas mañaneras.
Y seguimos ruta. A cero grados o menos, la vegetación congelada, con las cejas heladas y estalactitas nasales hasta la barbilla, el Yoda y la ardilla de mi padre nos miraban con cara de ¿y yo qué hago aquí? Algún que otro perrillo que saldría a saludarnos y más de una vaquilla que capeaba como podía aquellas temperaturas, vendrían a corroborar que realmente estos dos locos trotamundos seguían vivos y no convertidos en Yetis.
Un albergue próximo, aún cerrado, y junto a una estación de bomberos sería el rincón elegido para , con infiernillo y bombona de gas en mano, calentarnos por dentro con un café a punto de ebullición. Un muda sustituyó a los calcetines empapados y un resto de paquete de avellanas nos terminaría de dar la energía suficiente para seguir nuestro camino.
Durante mucho tiempo rodamos en soledad y acompañados de la espesa niebla. No sería hasta bien pasado Villalba, donde la niebla al desvanecerse nos dejaría ver en la distancia dos cuerpos andantes, cargados con mochilas y con la misma ilusión que nosotros, la australiana Tania con un acento peculiar y español decente y entendible, y la aún más peculiar mujer de León, María José, que se encargaría de recordarnos constantemente que no fuésemos tan quejicas, que no hacía tanto frío… Claro, para ella y los esquimales no era para tanto, pero para dos jóvenes del sur de España, algo de fresco si que hacía. Paseamos descabalgados y andando juntos una muy larga y distraída jornada, no recuerdo cuántos km anduvimos los 4, pero fue lo suficiente para desconectar y reírnos todos por un buen rato y compartir por supuesto la experiencia del camino. Y con tono de Nino Bravo: Y al partir, un beso, una foto, unos abrazos y un adiós. Nos despedimos y volvimos a ser dos.
Un sello en Baamonde estampado por una alegre pareja alberguera que soñaba con bajar al sur y conocer Andalucía, y una subida en busca de Miraz, serían la continuación de la jornada. Una jornada cargada de ánimos y desanimos según iba pasando, es increíble la coctelera de sensaciones que puede obtener uno con este camino y con cualquier otro tipo de viaje. Una coctelera donde podemos pasar de desanimos a ánimos, de llantos a risas, de no puedo más a qué fortaleza la nuestra, de la soledad a la compañía y de nuevo a la soledad.
El resto de kilómetros lo haríamos con el sol escondiéndose entre las montañas y despidiéndose en reflejos perdidos entre las hojas de los árboles de aquella senda. Aún con luz pero con unas temperaturas que comenzaban a descender tomamos la decisión de dar por concluida la jornada en el albergue de Roxica, donde la lumbre de una chimenea nos ofreció la mejor despedida posible a la jornada vivida.
Pingback: Ruta Uniendo Cabos: Vuelta a la Península – Historias de un Alforjero